Nunca hago esto, pero hoy voy a
copiar un artículo muy interesante que, al ser interesante, evidentemente que
no es mío.
“Hubo una época en la
que un presidente de Sala era un semi dios para sus propios magistrados.
Presidentes hubo que cortaban la respiración de sus jueces cuando hablaban de
derecho o cuando presidían una vista. Plenos de auctoritas y también de
conocimientos jurídicos y de experiencia, marcaban impronta, hacían escuela y
ejercía su poder. Los jueces son independientes y no tienen jefes; no reciben
órdenes. Los mecanismos de su magisterio eran más sutiles y, en caso de que
fallaran, también podían usar los instrumentos que la ley les deja en la mano
para ejercerlo. Entre otros, su poder reside en la facultad de avocar a pleno
el asunto que así decidan. La decisión presidencial, sin discusión posible, de
retirar un pleito al tribunal encargado de decidir sobre él y hacer que sea la
totalidad de magistrados de la Sala los que decidan sobre el mismo. Un poder
que no es mediano. Los presidentes de ese tiempo mitológico del que les hablo
conocían lo que sucedía en sus salas, veían venir las desavenencias, podían
detectar las posturas unilaterales o bien deseaban querer imponer su propio
criterio jurídico. Nunca hubieran convocado un pleno para no ganarlo.
Desarrollaban todo un sutil mecanismo destinado a conocer de forma más o menos
aproximada cual era el pensamiento jurídico de sus jueces y un cálculo de
fuerzas para saber a priori cual sería el resultado de avocar el tema al
escrutinio plenario.
Esa potestad y esa
habilidad fueron rápidamente detectadas por el poder político. Ese es uno de
los motivos por los que los partidos gobernantes encontraron la forma de poder
nombrar de forma discrecional a los presidentes que preferían. Incluso hallaron
vericuetos para quitarse de en medio a los que no querían -algún día les
recuerdo cómo forzó el PP a volver al TS al presidente de la Sala de lo Penal
de la Audiencia Nacional, Siro García-. Todo esto viene al caso para que se
entienda hasta qué punto es anómala, más allá del escándalo espontáneo
generado, la decisión del presidente de la Sala III del Tribunal Supremo de
avocar a pleno el asunto de las hipotecas ahora. Lo cierto es que, si existía
un problema de divergencia de criterios, Luis María Díez-Picazo debería de
haberlo elevado al pleno antes de que se produjera la decisión que ha hecho
felices a millones de españoles durante menos de 24 horas. Un presidente que
sabe que uno de sus tribunales va a tomar una decisión que altera la postura
jurisprudencial de su sala y de rebote hasta de otras, debería de haber tenido
los reflejos de ejercer de presidente. ¿Por qué no lo hizo entonces? ¿Por qué
ha sometido al más alto tribunal al escándalo de enmendarse la plana en menos
de un día dando una marcha atrás escandalosa que deja al descubierto muchas de
las vergüenzas del Tribunal Supremo?
Más allá de la cuestión
concreta, esta decisión inaudita y que jamás se había producido, deja al descubierto
la degradación institucional a que ha sido sometido el máximo órgano
jurisdicción del Reino de España. Y es que, como voy a intentar explicarles, el
problema del Tribunal Supremo actualmente ya ni siquiera puede medirse en
términos de politización de sus miembros o de obediencia partidista. Eso es una
explicación poco real de problema al que nos enfrentamos. El Tribunal Supremo
sufre de algo aún peor, sufre de nepotismo, de amiguismo, se ha convertido en
un coto de familias judiciales y de individuos que se deben favores, el primero
de ellos el de haber sido promovidos a él. Todo esto sea dicho con el
establecimiento de honrosas excepciones.
Díez-Picazo lo ha hecho
rematadamente mal y el camino para enmendarse que le han marcado va a ser aún
peor. Lo ha hecho pésimamente y lo cierto es que a nadie puede sorprenderle
porque ¿quién es Díez-Picazo más allá del amigo de Lesmes? Su nombramiento como
magistrado del quinto turno -procedente de la docencia y no de la judicatura-
ya fue un favor inicial de Lesmes, pero su designación como presidente de la
Sala Tercera arrebatándole su prórroga de mandato al prestigiosísimo José
Miguel Sieira rozó límites de escándalo inauditos. El nombramiento del hombre
que ahora paraliza los recursos y avoca a pleno el asunto de las hipotecas,
costó los votos particulares de los vocales que se negaron a nombrarlo frente
“al candidato que realmente brillaba con luz propia por su brillante gestión”
que era Sieira. Tal fue el escándalo interno que magistrados denunciaron la presión
ejercida por Lesmes sobre los vocales para conseguir el nombramiento de su
protegido, provocó que el nombramiento fuera impugnado y que, incluso, se
hiciera llegar el asunto al relator de la ONU. Al flamante presidente poco le
importó todo eso y muy pronto demostró la fidelidad a la mano que lo alimenta
cuando rechazó admitir una demanda contra el propio Lesmes por sus manejos en
el CGPJ, alegando que “esta sala debe ser deferente con el Consejo”. Deferente.
La Sala llamada a controlar debe ser deferente con el controlado.
Sieira era un bastión
que batir por el presidente del CGPJ, entre otras cosas porque existían fuertes
tensiones respecto a la forma en la que consideraban que la Sala Tercera debía
ejercer su control respecto a las decisiones del propio Lesmes, del Consejo y
del Gobierno, así que sacaron al obstáculo de la presidencia y no le dejaron
seguir ni como presidente de sección. Fue relegado a simple magistrado.
El amigo de Lesmes no
se ha enterado de lo que se cocía en su Sala o si se ha enterado no ha sabido
manejarlo. Raro es, de todos modos, que no supiera nada porque el voto
particular contrario a la decisión de atribuir el impuesto a los bancos ha
sido, ni más ni menos, que de Dimitry Borboroff, casi recién llegado a la Sala
Tercera tras otro empeño personal y tortuoso del propio Lesmes. Así que, si las
cadenas de amigos, conocidos y reconocidos no fallan, ambos deberían de haber
sabido que esta decisión novedosa y que cambiaba toda la jurisprudencia podía
producirse.
Todo esto lo cuento
sólo para dejar constancia del problema real para nuestro Estado de Derecho que
late tras la constante pérdida de credibilidad y de calidad jurídica del
Tribunal Supremo. La cuestión de las hipotecas deja al descubierto unas
vergüenzas que cuando se relatan muchas veces en relación con cuestiones como
las anomalías procesales del Caso Procès, son rebatidas con un gesto agrio y
patriótico. El episodio del impuesto de las hipotecas responde a la misma
pendiente de desprestigio, de destrozo, de escándalo por la que lleva tiempo
deslizándose el máximo tribunal. Un poder omnímodo en manos muy privadas.
Porque ¿quién controla ahora mismo al controlador de todos si no es él mismo?
¿qué responsabilidades tiene y ante quién las rinde si no hace bien su trabajo
sino ante sus propios miembros? Excepto que sean los poderes fácticos los
únicos con posibilidad de hacerles recular como estamos viendo.
Y no echen la culpa
infantilmente ni a las reminiscencias franquistas, como hacen muchos a veces,
ni siquiera a los partidos. Ya han visto que analizar lo que sucede cada vez se
parece más a Falcon Crest que a la crónica de tribunales. Y no, no hay ninguna
conspiración para desprestigiar al Tribunal Supremo como van contando. Ya ha
quedado claro que no hace ninguna falta. No necesitan a nadie. Son
perfectamente capaces de desprestigiarse ellos solos”.
Elisa Beni.
¿Dónde están esos partidos políticos
que dicen representar a los españoles, que no sacan a estos a las calles a
protestar ante tanto abuso, tanto robo, tanto descaro, tanta podredumbre?
A más ver
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